Dos semanas después de cumplir veinte años, Kukiko se reencuentra con Kazuo. El tiempo fue despiadado con su belleza. Su dentadura apenas conserva seis piezas carcomidas. Tampoco tiene pelo, camina con esfuerzo. Mientras conversan y beben un té horrible, el Viejo Kazuo la mira con su ojo bueno mientras el otro, el de vidrio, permanece oculto por la sombra. Ese hombre tiene una historia para contar. Hay historias de amor tan crueles como el té que no se puede rehusar, aunque obligue a contener las arcadas.Ella no debe interrumpirlo. Puede irse, puede cerrar los ojos y dormir si se aburre, pero no debe detener el relato de su amor condenado con Ike. En la tradición del Ukiyo monogatari, el clásico del año 1600 que enseña a disfrutar los placeres de esta vida sin pensar en mañana, Martín Sancia Kawamichi construye una historia de deseo y urgencia, donde pezones oscuros como moras, o como dátiles, o como almendras asadas, hacen estallar burbujas mágicas que deberían rebotar y abrirse paso sin romperse por pueblos o ciudades, atravesar nieves, brumas y bosques.
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