Donde no hay movimiento, hay nostalgia del movimiento, movimiento pensado, imaginado, viaje o recuerdo del viaje. Se nota en la poesía de Laura Wittner, desde el comienzo, la voluntad de instalarse en un espacio móvil. Se mueven las cosas, las personas, pero también el ojo que las mira y la mano que anota. Wittner pone en escena, con frecuencia, el acto de mirar desde un tren o un auto en marcha, como si quisiera enfatizar una y otra vez que el poema está parado sobre arenas movedizas, que el devenir toca no sólo al objeto mirado sino al ojo que lo mira. Su poesía misma no es ajena a ese principio, aunque parezca, en la sucesión de libros que viene publicando desde hace más de veinte años, extrañamente fiel a sí misma. Detrás de esa constancia, hay un desplazamiento sutil que acompaña las mutaciones de la voz, las peripecias de ese yo que encarna tan felizmente la ilusión (la promesa) de una continuidad entre el verbo y sus personas. Son, también, los desplazamientos internos de una poética que apuesta fuertemente al afilado de su instrumento y a la combinatoria renovada de sus elementos básicos. La de alguien que escribe como si fuera la última representante de una larga y honorable tradición. Despojada tempranamente de todo cinismo, incluso del más
inocuo, que lleva a afirmar que las cosas no son signos, Wittner escribe tomando partido a la vez por las cosas y los signos: los signos como cosas y las cosas como signos, cuerpos, quedades, cargados de sentido hasta estallar. Máxima tensión, al servicio sin embargo de una soltura extrema, con la que converge para producir, de golpe, el milagro del poema falsamente ocasional.
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