A veces siento una gran desconfianza por la escritura; creo que aunque sea subrepticiamente, uno, al escribir, cuenta cosas personales. ¿Y quién que pueda leer no es igual a uno? ¿Y quién que es igual a uno necesita que le cuenten lo que sabe? Pero más saludable es no cuestionarse los actos inevitables, como este de contar que uno ha visto elefantes y, mansamente, responder a la urgencia de contarlo. Porque nadie cuenta nada por contar, sino porque se le impone el cuento que, así, contado, se convierte no en el hecho que uno conoce, sino en el que es conveniente que los demás conozcan”, escribió en el cuento «Los lentos elefantes de Milán». Ángel Bonomini (1929-1994).
Esa inevitabilidad de los actos que vio o imaginó Ángel Bonomini convertida en relato se les impuso, una noche de septiembre de 1972, a Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, cuando ambos leyeron el cuento «Los novicios de Lerma»: «Nos deslumbró. La historia está admirablemente contada, con muchas sabidurías y todo en ella es un acierto, desde el agradable tono tranquilo hasta la descripción y el ambiente del lugar», le confesó Bioy a Bonomini por carta.
Cada cuento de Bonomini, ahora reunidos por vez primera, es un deslumbramiento a caballo entre la realidad y el sueño, en lo que la vida tiene de ambos, como ser testigo una mañana de febrero en Milán de una pareja de elefantes surgiendo de la niebla.
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