No es casual que Antonio Negri concluya su trilogía de ensayos con Spinoza. Porque toda filosofía y toda política siempre habrán de vérselas con Spinoza, ayer y hoy, para pensar la bifurcación, la de ayer en la creación del Estado moderno y el capitalismo, en ese momento clave que fue el siglo XVII, formación de un mundo que hoy vemos desmoronarse, pero sin perder su poder de arrastre, destrucción y reinvención.
Como dice Diego Sztulwark en su prólogo, Spinoza como “yacimiento ontológico de las rebeliones”. Y Negri inscribirá nuevamente los linajes de un Spinoza subversivo, con el revolucionario napolitano Masaniello, con Maquiavelo y con Marx, y más acá, con los pensadores del 68 francés, los llamados por Negri “spinozistas alegres”, que nos tendieron un puente de ida y vuelta hacia él, de Matheron y Althusser a Deleuze.
Con este último, Negri entablará un diálogo muy sugerente para pensar las condiciones de una “etología maquínica” que no nos paralice en un plano naturalista, y para sí vincularse de modo concreto con una ética-política insertada en lo real, “en el mundo tal como es”, “dentro y contra”, en la persecución incansable y el proyecto nunca abandonado de “organizar el infinito”, fórmula negriana en eco con aquella de “caosmosis”.
En el fondo, se trata de leer a Spinoza en términos de una “inmanencia productiva”, “versión depurada de espiritualismos del Deus sive natura”, inmanencia-fábrica, ya que siempre en Negri se trata de filosofía y de política. La “ciencia política de la democracia absoluta” nunca quedará en el gabinete del pensador, se medirá siempre con las formas de vida de los productores en las condiciones de cada presente, con las formas del antagonismo, con la investigación perpetua de las condiciones en que la potencia es excedencia y constitución.