A principios del siglo XX, proliferó una literatura escrita por extranjeros en China. Desde los testimonios de viajes de la reportera victoriana Isabella Bird hasta las novelas bélicas de J. D. Ballard, libros en inglés, francés, alemán o incluso checo se multiplicaron. Muchos de ellos intentaban mostrarles a los lectores occidentales la vida cotidiana en un lugar que parecía tan lejano y misterioso. No es extraño que la mayoría de estos libros cayera bajo el epíteto de crónicas porque buscaban dejar testimonios de un tiempo y un lugar. China circunscribía a lo concreto, al aquí y ahora, a expresar el suceso y reflejar el día a día. Vivir en un país que había diseñado un microcosmos para sus emperadores o construido una muralla que se veía desde el espacio ya era suficiente para agregar algo más. Lo inverosímil de la realidad atentaba contra la ficción.
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