“Quienes se acuerden de mí lo harán con la imagen de un muchacho rubio, siempre vestido de oscuro, casi triste, excesivamente sensible, que muchas veces debió contener el llanto en mitad de una canción”. Adelantado a los tiempos sociales, abjuró del tango ramplón, el de la pebeta que soporta todo “por amor”. A diferencia de su amigo Carlos Gardel, que aceptaba esos lugares comunes del género, Ignacio Corsini siempre mantuvo viva su sensibilidad. Una impronta melancólica importada de su Sicilia natal y exacerbada por la naturaleza crepuscular de la geografía pampeana, donde pasó sus primeros años y donde aprendió mucho de lo que sabía. Que no era poco. Rubio y de ojos celestes, como La pulpera de Santa Lucía (el vals que lo elevó a una cima que no buscaba), y criado musicalmente en la payada, la canción criolla y el canto de los pájaros –ese folklore no oficial–, creó un estilo propio, de canciones sencillas y hondas. Una estética, sí, pero también una ética. Con la muerte de Victoria, su grandísimo amor, y aún vigente, Corsini se alejó del centro de la escena. Dejó una obra que merece ser escuchada y un mito módico, el de El Caballero Cantor, dibujado exactamente a su medida.
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