Reunir una obra poética supone que un hilo invisible la fue encuadernando durante años y que sólo queda hacerlo evidente. Es el identikit de una voz que desde lejos nos convoca a actualizar todos los libros en uno nuevo. Y en el caso de Olga Orozco esto es efectivamente así. Desde lejos, su primer libro, publicado en 1946, ya nos habla del último. “Son los seres que fui los que me aguardan.” En la recepción en México del Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo en 1998, Orozco afirmó que “la poesía espera para sí misma la misteriosa gratificación de asir lo inasible y expresar lo inexpresable”. Y probablemente nada sea tan inexpresable como el tiempo de la subjetividad ni tan inasible como la muerte. Estos dos jeroglíficos que acompañan desde el inicio la investigación poética orozquiana, lejos de pretender aportar la versión definitiva, le van agregando a lo indecible, con cada vuelta de tuerca, palabras nuevas. Son repeticiones compulsivas donde lo mismo y lo diferente golpean juntos la puerta de acceso a lo real. Y lo real alcanzó por fin el futuro un domingo 15 de agosto de 1999 con la muerte de la poeta. Pero también alcanza ahora, con este nacimiento que actualiza todos los libros en un nuevo cuerpo (“es mi propia manera de partir y volver a nacer”, nos diría ella), una posibilidad renovada, distinta, impredecible de convocar las lecturas que vendrán.
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