A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, tienen clases de arte donde sus profesoras –o guardianas– se dedican a estimular especialmente su creatividad y, como todos los jóvenes, descubren el sexo, el amor, los juegos del poder. La institución es una curiosa Arcadia inglesa, recóndita y orgullosa de sus instalaciones deportivas, de sus jardines, de su lago y sus idílicos caminos rurales, que tal vez no llevan a ninguna parte. Porque Hailsham es un mundo hermético, convencional y extraño a la vez, una mezcla de internado victoriano y de colegio para hijos de hippies de los años sesenta, donde los pupilos parecen ser huérfanos y no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene periódicamente a llevarse las obras más interesantes de los adolescentes, quizá para una galería de arte, o un museo. Donde los profesores –o guardianes– no dejan de repetirles que son muy especiales, que tienen un importante papel que desempeñar en el futuro, y se preocupan obsesivamente por su salud. Y las relaciones sexuales están libremente permitidas, pero se han prohibido los libros de Sherlock Holmes por su alto contenido en nicotina. Los jóvenes también saben que son estériles y que nunca tendrán hijos, de la misma manera que no tienen padres.
Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham, y también fueron un juvenil triángulo amoroso, de vértices cambiantes. Y ahora, Kathy H., a los treinta y un años, se permite recordar Hailsham, y cómo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad.
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