Entrar al Museo Barnum implica abandonarse a sus leyes, siempre arbitrarias e impecables. Lugar donde se dan cita personajes de una belleza díscola. Hay que verlos moverse por los laberintos de una modernidad, apenas incipiente y ya en ruinas, con sus máquinas de soñar, donde pueden encontrarse las representaciones del grifo enjaulado, la secta de los eremitas y el eslabón perdido; o bien, hallarse en su casa dentro de un teatro de autómatas que se animan de noche, entre caballos de calesita y túneles de la risa.
En tal alborozo imaginario, la literatura se mueve, como todo ensoñadero, entre la vacilación, el desacato y la delectatio, no para representar algo, sino para que la representación ceda sus derechos a una eterna invención de lo mismo.
El ganador del Premio Pulitzer, Steven Millhauser, exhibe en esta colección cuentos ingeniosamente escritos e hipnóticamente hilvanados, que desembocan en una pregunta urgente: qué función le cabe hoy a la literatura.
Uno de ellos, “Eisenheim, el ilusionista”, fue llevado al cine bajo el título El ilusionista.
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