Clásico entre los clásicos, intensa, desmesurada, erudita, fascinante, polifónica… Pocas obras podrían reunir más méritos que Moby Dick —por su carácter titánico, aglutinante y fundacional— para aspirar al ansiado trono de «La Gran Novela Americana». Un libro que, como el propio leviatán que atraviesa sus páginas, es monstruoso, intempestivo y sublime. «Llamadme Ismael», el célebre inicio de la obra maestra de Melville, actúa ya como un hechizo, y la lectura se sucede como una fiebre. Junto a Ismael y el arponero Queequeg, el lector entra a formar parte de la tripulación del Pequod y se ve lanzado a una búsqueda demoníaca e insomne hasta los confines del mundo, una búsqueda que es a la vez aventura y maldición, y cuyos polos son Ahab y Moby Dick —la Ballena Blanca—, dos figuras atractivas, poderosas, complementarias: por un lado, el sombrío capitán, mutilado, con el alma desgarrada por la sed de venganza a quien no le importa empujar a sus hombres a una caza encarnizada, infatigable, obsesiva, aunque el precio a pagar sea el más alto; y por el otro, Moby Dick, ese cachalote espectral, escurridizo e invencible, un recipiente alegórico de todas las maldades sobre el que Ahab y el resto de marineros del Pequod proyectan tantos miedos.
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