La ficción, cuando funciona, crea un pacto indisoluble con el que cuenta. Uno imagina que Gustavo Cingolani lo hace acodado a la barra del buffet de un club de barrio como el de sus historias. De manera potentísima y asertiva, sus voces —que bien podría ser una misma voz, la de una generación, un territorio— resultan un imán, un vicio. Los inmigrantes, el peronismo, los 70, el gobierno militar. En el club, el potrero o la cancha, sus personajes son conscientes del lugar que ocupan, también, en lo social. Resisten. Van a la fábrica y hasta en sueños maniobran la máquina. Los más chicos no se quejan ni del dolor de panza; construyen una casa secreta con cascotes. Mientras sus mayores, con cuchara y mezcla, levantan las propias. Sin embargo, profesan esa gratitud de los que entienden las penurias como condición de fortaleza. Estamos ante un narrador devoto de la difícil sencillez: suprimir lo fundamental para que las cosas y las personas comunes irradien una significación múltiple y reveladora. Un libro sobre la pérdida, pero también sobre la esperanza. Porque hay solidaridad. De aquella época en que la palabra era baluarte y el barrio otra familia. Pero también de ésta, donde un hombre que teme por la vida de su hija, en medio de la pandemia lleva un plato de comida a esa mujer que vive en la calle. Entiéndase bien: acá no se trata de cualquier felicidad, sino de aquella que es fruto de la resistencia al dolor. Y al olvido.
Laura Galarza
CORREO ARGENTINO
DESCUENTO DEL 10% POR TRANSFERENCIA BANCARIA
Protegemos tus datos