Cálido, terroso, el naranja es el color de los fuegos del alba, de Van Gogh, de los cangrejos, del salmón ahumado, de Belle, la prostituta de la película Lo que el viento se llevó.
El púrpura significa majestad y soberanía para los aztecas; en Japón, señala riqueza; es el color de nuestro corazón, de las manchas de vino tinto sobre una tela blanca.
El verde es la mecha de la naturaleza, el color que visten muchos personajes de las obras de Dickens, de la Estatua de la Libertad y de los uniformes militares.
Alexander Theroux continúa explorando a través de la pintura, la música, la religión, el cine, la comida, el deporte, las innumerables facetas de cada color secundario. Su rasgo estilístico por excelencia consiste en no anteponer a todo el mismo recurso, sino instilar, en la delicadeza de un giro gramatical o sintáctico, grados extremos de singularidad y diferencia. Como si se tratara de un juego acústico, hay algo de Thoreau en Theroux. En la elección de fulgores, en el individualismo flagrante, en la afición de libertad.
Naranja, púrpura, verde. Este deslumbrante paseo por los colores nunca carece de encanto poético, y es preciso en el suministro del detalle narrativo; el recuerdo personal, la anécdota espontánea se unen al dato enciclopédico y la experiencia adquiere una gran intensidad: el resultado es siempre placentero, una celebración para los sentidos.
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