Estamos en la hora del lobo. Luppino, portavoz del miedo, ha liberado los viejos demonios de la llanura de los que hablaba Sarmiento. Ha generado la mitología que necesitaba nuestra literatura, capaz de simbolizar esa atávica imagen del Mal que atraviesa la historia argentina, y arrastrarla por el barro de lo irreal para devolverle su realidad. Le da a la literatura argentina la dignidad de un extraño arquetipo puesto que, sin dejar de ser universal, se expresa en un gaucho-lunfardo infernal cuya gramática le permite al autor elaborar teorías únicas, ideas raras que no tienen correlato con nada que nuestra literatura haya pensado antes, teorías geniales, a veces sugeridas malignamente en una sola frase perfecta. Poblada por caudillejos – “la canalla del otro mundo”, como decía Chesterton – la obra de Luppino es en realidad, una recuperación extraña de una poderosa categoría del humanismo: la felicidad. Porque algo de la felicidad, algo del placer, está inoculado en el núcleo perverso de esas escenificaciones de sordidez. Es eso, precisamente, lo que produce la lealtad del lector, su deseo morboso de volver allí, de poner pausa al relato y detenerse a mirar, con regocijo torturado, los martirologios orgiásticos que pinta Luppino.
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