Nunca la orfandad fue tan gélida y despiadada y freak como en La vida de los cangrejos, ni siquiera en Dickens y sus huérfanos profesionales. ¿De qué trata este artefacto espeluznante? Podrían ser los papeles póstumos de un demente, pero el ritmo byroniano, su dandismo literario, las reflexiones a lo Houellebecq, cuentan con pulso magnífico la temporada en el infierno de la adolescencia. El aliento narrativo, el pathos, ejercen presión sobre una prosa que no quiere perder el control en ningún momento. Tan lejos del melodrama como de la luna, la temperatura media de La vida de los cangrejos es de diez grados bajo cero aunque transcurre, en su mayor parte, en la isla brasileña de Picinguaba. El veneno cien por cien proustiano que anima este libro, implacable catálogo de los efectos colaterales de un suceso infantil crucial, proviene del lago de un cisne negro. Esta novela es un acontecimiento inesperado, único, aberrante y exquisito.
Laura Ramos
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