Podemos estar solos. Tenemos que estar solos. A veces. Hasta que un día, un pájaro que llora nos ofrece su compañía inevitable. O, a lo mejor, se nos ocurre que sería una buena idea llenar el mundo de huecos y pozos y nos levantamos de ahí, para ir hasta allá con una pala. O vemos caminar en el cielo a los muertos, en el cielo limpio y azul, sin nubes. Y, sentados en la mesa de una boda ajena, con amigos eventuales, con la tarde encima, señalamos arriba un lugar que nunca vimos y probamos decir: aquello podría ser algo, aquello podría ser alguien, aquello podría ser alguna cosa que nos importe y nos conmueva. Es decir, hasta que un día, leemos estos cuentos.
Solos y quietos podemos estar. Leyendo estos cuentos y dejando que nos caiga encima una garúa dulce en estos días aciagos. Que son todos los días. A veces. Porque hay, encima nuestro, cuando leemos estos cuentos de Eloy Tizón, dos manos que, divinas, generosas, exprimen la vida común y ofrecen un jugo dulce y ácido, un remanso fresco de literatura.
Así nos lavamos la rutina sosa, hacia esa frescura abrimos la sed de formas nuevas. Estos cuentos son paseos por lo que podría ser, por lo que dejamos pasar, por la belleza del detalle expuesto. Una invitación a pasear en el capricho y el anhelo.
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