El deseo de escribir empieza por la pose: la de las fotografías donde el escritor que vendrá (el hijo) posa junto al escritor que no escribe (el padre) frente a un máquina de escribir, la de la ocupación a través del dibujo infantil de ese hijo del cuaderno de notas de ese padre. La médium es menos un personaje que la metáfora del salto al vacío que, paradójicamente, consiste en llenarlo ya que se trata de pasar de los signos que van de izquierda a derecha de la página sin alcanzar nunca el borde derecho y que es la materia visual de la poesía a los que ocupan la página entera en el despertar del poeta Lucas Soares a la narrativa. Relato de infancia, elegante y contenido al mismo tiempo, insiste con el leitmotiv de la respiración: la del padre que bebe sin parar, la del amigo que duerme, la que se ofrece a una mujer a través del teléfono. Todas son afanosas, discontinuas, experimentales, como cuando se abandona el ritmo cadencioso del poema.
La médium es una ficción autobiográfica pero, en mi condición de testigo ocular de la infancia de Lucas Soares y así como la señora que le dijo alguna vez a Daniel Defoe, autor de Robinson Crusoe, “¡ay, señor, cómo habrá sufrido usted en aquella isla!”, me dan ganas de leerla literalmente para agradecer que en ella, mi madre (“la abuela Irma”) haya viajado al Japón y contarle al lector una infidencia: el objeto transicional que el narrador llama “almohada” y en cuyos agujeros de crochet solía meter los dedos hasta quedarse dormido y al que se aferraba como el Linus de Schulz a su frazadita, tenía otro nombre: “La nonna”.
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