Jean Epstein, cineasta y pensador, escribe en 1922 un manifiesto en nombre de una existencia mental, virtual y utópica. En la saga de un raro nietzscheísmo, afirma que así como la religión agotó su creencia dando paso a la ciencia, la ciencia también declinará la suya (“se cree en los microbios como se cree en Jesucristo…”) en nombre de una creencia superior a medida que la vida del hombre se vaya transformando. Nacerá así la lirosofía, fusión entre sentimiento y razón.
La lirosofía es superior a la ciencia porque lejos de tener que desterrar el sentimiento y la pasión para existir, se apoyará en ese suelo afectivo y fundará allí su evidencia: la evidencia de sentimiento. Su eficacia incontestable e inmediata se verifica entre otras cosas en el amor, el cine, la cábala o el comportamiento de los niños.
Por el contrario, en la ciencia declinante reina lo mediato: una actividad en la que la conciencia permanentemente filtra y no deja emerger la vida subconsciente. Pero la sociedad moderna, hija de la ciencia, produce su propio búmeran. Con su frenética actividad mental donde todo se calcula, todo se mide y todo es acción, provoca un estado creciente de fatiga y cansancio intelectual que favorece la emergencia de la actividad subconsciente.
El subconsciente supura cuanto más se lo intenta taponar, y desliza así al ser humano hacia el estado lírico. Es el suelo del que surgirá, según Epstein, la estética lirosófica.
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