Sobre la esencial utilidad de la lectura ya se ha escrito demasiado, pero muy poco sobre su inutilidad, y aun así nunca será lo suficiente. La inutilidad se ha convertido en un valor en desuso, pero es más esencial que el aire espeso y contaminado de las ciudades, más que el despojo de la irremediable y tosca realidad, y todavía más que la obstinada confusión de presencias y de ausencias de la comunicación breve, eficaz e inmediata. La de la inutilidad es una virtud cuyo sentido no puede atesorarse sin mencionar que es inútil para este mundo estar leyendo, que molesta o perturba o incomoda el individuo lector no sometido a la actividad permanente ni dócil a la lógica del provecho, del consumo y de la finalidad. Es que la lectura no sirve para nada, pues, y esa es su única o mayor virtud. No sirve, si por servir entendemos servidumbre y pérdida de singularidad. No sirve si de lo que se trata es de morirnos antes o enseguida, sin importarnos otras vidas y otras muertes. Es inútil la lectura. Y sin embargo...
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