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Tras un largo periodo de desconfianza debido al origen pagano de la ciencia, a partir de san Agustín la Iglesia acaba por adoptar la ciencia como rama auxiliar de la teología, asumiendo esta, de hecho, una cosmovisión y una razón de ser impuesta por los teólogos. Las tentativas medievales de construir una ciencia independiente no sobreviven a los censores y los grandes visionarios de los siglos XV y XVI, tolerados en algún momento, son víctimas de la reacción postridentina. Sólo las matemáticas, por su carácter de pensamiento abstracto, continúan su camino al margen de todo esto, hasta que finalmente también les tocó su turno, pues en ellas se apoyaron Copérnico y la ciencia mecanicista para decir que la Tierra gira sobre sí misma.
La actitud de la Iglesia hacia la ciencia sigue siendo aún hoy objeto de numerosas controversias. Desde san Pablo, entre las dos vías de acceso a la verdad -la revelación y la ciencia-, la síntesis de ambas se ha intentado en alguna ocasión, pero sin llegar a realizarse nunca.
En el siglo XVII, nació la ciencia moderna como tal. Galileo, su principal iniciador, reivindicó la autonomía de la ciencia para descifrar el libro de la naturaleza. Su condena, en 1633, por el tribunal del Santo Oficio es el punto de partida del gran malentendido entre la Iglesia y la ciencia. El fantasma de Galileo va a habitar la conciencia católica durante tres siglos y medio: hasta 1982 Juan Pablo II no expresó el arrepentimiento de la Iglesia a propósito de este asunto.
Tres siglos y medio durante los cuales la Iglesia ha ido perdiendo poco a poco todo control sobre la evolución de las ciencias, al rechazar adaptarse a las nuevas teorías. Después de haber censurado los movimientos de la Tierra, condenó la física mecanicista de Descartes, el atomismo, el darwinismo, los primeros resultados de la Geología y de la Prehistoria, que contradecían la cronología bíblica. La condena de la modernidad, en 1907, marcó el apogeo de su inmovilismo.
A principios del siglo XX, el debate se reinició tímidamente. Pío XII afirmó su simpatía hacia los hombres de ciencia. Pero los obstáculos subsistían, sobre todo a propósito del origen del hombre. Los métodos no han desaparecido, como ilustra el caso Teilhard de Chardin o las críticas relacionadas con los progresos de la genética o con la inseminación artificial.
Una crítica aguda y extremadamente erudita, con vocación de constituirse en referencia sobre tan polémico tema