El santuario que lo instaban a presidir se le figuraba –aunque nunca había tenido ocasión de visitarlo– como el más sagrado que conocieran los hombres, la casa de la infancia del poeta supremo, la meca de la raza angloparlante. Los ojos se le llenaron de lágrimas, aun antes que a su esposa, cuando miraron juntos la estrecha prisión donde vivían, tan sombría en sus luces, tan fea en su trajín, tan alejada de cualquier sueño, tan intolerable para cualquier gusto. Sintió como si una ventana se hubiera abierto a un enorme bosque verde, un bosque de nombre glorioso, inmortal, poblado de vívidas figuras, cada una ilustre, del que se oía un murmullo, profundo como el sonido del mar, que era el susurro, entre la sombra arbolada, de toda la poesía, la belleza, el color de la vida. Sería prodigioso que él resultara ser quien guardara la llave de aquel mundo renovado.
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