Las cartas intercambiadas por Lygia Clark y Hélio Oiticica entre 1964 y 1974 trazan un retrato cálido de la amistad de dos artistas brasileños claves de la estética de neovanguardia del siglo XX. “Una carta es siempre un pedazo de la persona”, dice Lygia en un pasaje que registra la alegría que emana del epistolario así como las obsesiones que atraviesan las obras de quienes lo escriben: el cuerpo –o su fantasmática, es decir, las percepciones sensoriales que lo desarman en “pedazos”– y lo que pasa entre las personas cuando median entre ellas objetos artísticos.
Clark y Oiticica extremaron las investigaciones sobre la percepción y el “no objeto” del neoconcretismo de Brasil y, en su afán por volverlo participativo, abrieron el arte y lo pusieron en diálogo con el crisol de prácticas culturales que ocurrían a su alrededor: el under y la cultura rock, la experimentación con drogas y el psicoanálisis, el carnaval y la militancia radicalizada. Por eso, además de las esperables menciones a los artistas visuales y críticos más resonantes de la época, en estas cartas aparecen personalidades de la música popular como Caetano Veloso, Gilberto Gil y Gal Costa, pero también John Lennon, Yoko Ono y Frank Sinatra; figuras del cine experimental estadounidense como Jack Smith y de la nouvelle vague como Jean Pierre Léaud; y algunos protagonistas de la contracultura brasileña como Wally Salomão, Glauber Rocha y Suely Rolnik.
En estos envíos, los amigos tejen una crónica aguda y en tiempo real de acontecimientos políticos y culturales decisivos, desde la emoción del estallido tropicalista hasta la indignación y las tácticas de supervivencia tras el recrudecimiento de la dictadura brasileña, desde el asesinato del Che Guevara en Bolivia hasta la explosión de la cultura rock con el Festival de Woodstock. Pero probablemente el legado más deslumbrante de estos intercambios sea el estado de invención permanente de las vidas de Lygia y Hélio, el delirio nómade y programado al que consagraron su obra y su cotidianeidad.