En tiempos en que se documenta ao vivo hasta el último resquicio de las vidas privadas y de los rituales colectivos de ese infierno que son los otros, un libro como Estados del deseo nos recuerda que hasta hace no mucho las sociedades contemporáneas convivíamos con un bien en vías de extinción: el misterio. Vilipendiada, demonizada y perseguida, la cultura gay constituía (aun en los Estados Unidos) una terra incognita que merecía, y exigía, el compromiso de una inspección docta. Dragueado de etnógrafo, Edmund White estudia las costumbres y los caprichos de las comunidades de homosexuales dispersas por el vasto territorio norteamericano a fines de los años setenta, atento a las modulaciones que les imprimen la época, la geografía, las religiones y las distintas tensiones raciales y culturales. El resultado es un informe que para el lector contemporáneo es oro en polvo. O en polvos, porque en su transgresión constante de las reglas de la etnografía straight, White se permite ser observador participante y también informante nativo, compartiendo tragos, experiencias, perspectivas y lecho con quienes lo guían en su periplo. Así las cosas, Estados del deseo es mucho más que la descripción densa de una cultura en la que nos cuesta reconocernos. Es un libro en el que la sed de registro auspicia reflexiones antropológicas hondas y de largo alcance, relevantes hasta el día de hoy, pero que a su vez almacena los sueños y las alucinaciones utópicas de una generación que pocos años más tarde iba a ser diezmada por la crisis del sida. Mariano
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