El último escalón me dejó en un espacio hexagonal con cinco aberturas que daban a las celdas de amasado. Las tareas habían concluido cuando se dio la interrupción, pero la huida precipitada había dejado todo en desorden. Atrás, apenas adivinados en la penumbra, los hornos con los hierros batientes. Indeciso sobre el camino a seguir bajé la vista. En el polvillo de harina que cubría el piso vi huellas, claramente marcadas, las pisadas del pelotón de jóvenes operarios en pánico corriendo a la escalera, y entre ellas, en sentido contrario, las de don Cosme, inconfundibles por el ángulo y el tamaño. Esto lo aprendí leyendo novelas policiales: las huellas de alguien con prisa son leves, parecen el dibujo del ala de un pajarito; las del que camina lento y con determinación se hunden en el piso (en la harina en este caso) como yunques. Al descifrarlas sentí por primera vez el riesgo que estaba corriendo.
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