Cuando el narrador de esta novela llega a Castelnau, una pequeña ciudad en el interior de la Dordoña, muy cerca de Lascaux, tiene veinte años, y ése es su primer trabajo. Detrás de la cortina gris de las lluvias de septiembre, y entre dos dictados, el joven profesor se abandona a los sueños más violentos, arcaicos, secretos y turbulentos, como las aguas del Beune grande, que corren más abajo de las casas. En estas comarcas, donde aún se representa a la manera antigua el origen del mundo, el sexo separa dos universos: el de los hombres, depredadores, frustrados pero terriblemente astutos, y el de las mujeres, que gira en torno a dos figuras que el escritor describe magistralmente.
Hélène, la posadera, emblema de la madre universal, e lvonne, la belleza misma, que provoca en el narrador un deseo ardiente, y todas las variaciones de un sentimiento que nos transmite en el ritmo de sus frases: veloces como el galopar de los renos de una era pretérita, pausadas en una escena grotesca donde los niños exhiben al animal vencido, incisivas, o huidizas como el lobo de las pinturas rupestres.
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