«Che, es un infarto, dije, y Julieta salió corriendo a buscar ayuda. Entonces, justo ahí, en ese momento del domingo, me quedé solo con la mano en el pecho. Y eso lo cambió todo, fue una especie de frontera. De repente me convertí en mi padre en su sillón, después del tenis. En mi abuelo en su noche final de la clínica. En un mendigo que eterniza su apnea abajo de un puente. Fui todos los hombres muertos que no tuvieron gente al lado».
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