Si la tesis general de El mal inglés es que Shakespeare no siempre fue Shakespeare y que, más antes que tarde, será otro (“las ruinas a rumiar me han enseñado / que vendrá el Tiempo a arrebatar mi amor”, soneto 64), su hipótesis particular es que nuestro Shakespeare es un producto más bien reciente, resultado de las lecturas románticas de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Ahí están Herder reconociendo esa impronta popular por la que Borges verá en Shakespeare a un proto-peronista, Coleridge y Wordsworth conmovidos por la potencia de su imaginación y Víctor Hugo asociando su escritura al carácter proliferante de lo vegetal. Pero ¿mantienen esas lecturas su vigencia porque el romanticismo.
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