Largamente agotada, esta novela se convirtó al poco tiempo de salir en una novela de culto por la crudeza de la historia y el equilibrio y distanciamiento con que, a pesar de lo autobiográfico, es relatada. Poco después del ataque, en el coche que la lleva de urgencia al hospital, el rostro de Eligia se va desintegrando por el efecto del ácido. A su lado va Mario, su hijo y narrador de los hechos, que desde entonces la acompañará a lo largo del lento proceso de reconstrucción de ese rostro y esa identidad. Una novela que expone el dolor y el horror al punto que parece anular el sentido humano de lo que ocurre; no hay lugar para el drama, solo queda mantener la perspectiva y dejar que la pura facticidad, esa "pintura feroz realizada por un artista embriagado de sus poderes", se transforme en pura literatura.
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