Todo transcurre entre 1941 y 1943 en los abruzos. No lejos del Gran Sasso, esa abrumadora montaña que impone su fuerza telúrica como una sombra que recuerda el paso del tiempo.
Por una de esas decisiones absurdas y nocivas a las que era afecto el fascismo, allí se confinó a los Chinos de la Península Itálica, extraña comunidad que se defendía con su mutismo. Por momentos son ciento dieciséis, por momentos, más. La vida se escurre entre los dedos, sin sustancia ni objetivo. Un día, las autoridades organizan una gran ceremonia, absurda e insensata, para convertirlos al catolicismo. Después, en una mezcla de hastío, desesperación y falsa resignación, retornan a trabajar en los campos hasta el día en que todo tambalea y el grupo se dispersa.
¿Es porque formaban una masa disciplinada y silenciosa, porque venían de otra parte, de un Oriente lejano, que la Historia terminó por olvidarlos? El autor, al restituir una página ignorada de la Italia mussoliniana, ofrece una metáfora del exilio, de la inmigración y de las amenazas de la intolerancia.
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