El primer libro de Nahuel Lardies parece responder a una fórmula simple. Poemas que giran en torno a diversos núcleos autobiográficos (el amor, la infancia, viajes, escenas en un campo, muertes, recuerdos e impresiones sueltas), y que van componiendo, con el correr de las páginas, menos las imágenes y momentos de un álbum fotográfico, como podría sugerir el título del volumen, que las piezas de un rompecabezas imposible. La pulsión y la trama autobiográficas tienen, sin embargo, varios dobleces aquí, y sustentan una indagación que desborda ampliamente lo personal. Porque las aventuras son siempre las aventuras de la forma, es decir de la idea, que en Lardies se manifiesta en términos de una confrontación entre opuestos: entre la ironía y el lirismo; entre la nitidez naturalista y el trance nebuloso de la memoria o la intuición; entre la entropía que planea tutelarmente sobre las cosas del libro, y la epifanía que surge, resuelta, en medio del recuerdo o la cotidianeidad. “Fulgor tiznado”: tizne y fulgor. Una poética de la entropía, de la decepción, incluso del desecho, que incluye también, felizmente, el movimiento inverso, iluminador y puntual. Como en ese verso misterioso: “Recordando el hábito/ que nos cegó a su brillo en la alacena”, donde lo que brilla no es sólo el cuenco o el recuerdo del cuenco, sino también, en una segunda lectura, el hábito mismo, devuelto a su extrañeza esencial.
Miguel Ángel Petrecca
CORREO ARGENTINO
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